Doscientos años después de la aparición de los primeros movimientos feministas, asistimos a una mutación sorprendente. Dos discursos aparentemente irrefutables, el de la libre elección y el de la biología, han derivado respectivamente en un nuevo sexismo y un nuevo determinismo que contribuyen a fijar los estereotipos sobre el comportamiento femenino y masculino. Por un lado, «la imagen de la perfección femenina a la que las mujeres deberían aspirar está (cada vez más) definida por el atractivo sexual», un atractivo cuya formulación determina, trasladándola a toda la sociedad, la propia industria del sexo. Esta situación se justifica sistemáticamente con el argumento de que se trata de “elecciones” que realizan las propias mujeres. Por otro lado, «la convicción de que «la química y la estructura del cerebro” y «la inclinación genética” explican el comportamiento femenino estereotipado sirve no sólo para explicar cómo aprenden y juegan las niñas pequeñas, sino también para justificar las desigualdades que encontramos en la vida adulta”.
Pero esas “elecciones” podrían no ser tan libres, y los «descubrimientos científicos” podrían no ser tan concluyentes. Walter cuestiona la validez de ambos discursos basándose, en gran parte, en la crónica de su impacto en la sociedad británica.