Lo único que Álvaro le envidiaba a Hilda era ese amor arrojado como una ola que le tenía Amelia. Él la cuidaba, él jugaba con ella, él le enseñaba cosas, pero Amelia veía a Hilda y se desbordaba. Tiraba los juguetes o la comida, lo que fuese que tuviera en las manos, y salía corriendo a abrazarla. Hilda la alzaba y le daba dos vueltas puntuales en el aire, un beso en cada mejilla y un apretón de nariz. La bajaba y de vuelta a los juguetes o a la comida y a Álvaro sentado en el piso mirando. «Ida» fue su segunda palabra, después de «mamá». Álvaro sabía que él no podía provocarlo pero ese amor le pegaba de rebote, una luz reflejando otra luz, cayendo sobre él, y en esa luz se quedaba, contento.