Yo me encontraba entonces en todo el esplendor de la belleza y, según confesión de todas las mujeres, no había rostro ni figura que se me pudieran comparar. Pero mi esposo, aquel libertino viejo y degenerado que no había sentido jamás por mí sino un desdén irónico, y que se había casado conmigo para obtener un puesto prometido a mi consideración, me había dejado tanta aversión por el matrimonio que jamás quise consentir en contraer nuevos vínculos.