El hecho de ser una fuente para nuestros hijos es, a la vez, una bendición y una dificultad. Si los padres dan sin límites, los niños aprenden a sentir que tienen derecho a todo y se vuelven egoístas y exigentes. La ingratitud pasa a ser un patrón de su personalidad. Si los padres brindan los recursos con reticencia, los niños cejan en su esfuerzo por desarrollar una esperanza de alcanzar metas que los gratifiquen.