Diferentes épocas habían padecido y a su vez rememorado otras igualmente tremendas. De este modo, se confundían entre ellas en una curva trazada sobre un tiempo inespecífico, sin cronologías ni escansiones. Quizás este era el dato inicial más notable de la primera calamidad devenida en pandemia furiosa en el siglo XXI. Posiblemente habría otras plagas, o nuevos brotes de la misma, porque, como decían algunos, la peste había venido para quedarse y, con ello, interpelar asuntos cruciales. La tecnología era por ahora insuficiente para calmar su mar desbordado.
Los relatos de Gerardo Guzman en El tiempo sin años se ubican en distintos escenarios pandémicos, particularmente amenazados por la escurridiza covid-19. En su derrotero de contagios, se asocian la insolidaridad y la contienda cruel de una sociedad alienada, de políticas y de medios, agentes alentadores de su invasión frenética. Mujeres y hombres navegan a través de estas historias en el asombro, la lucha doméstica y el miedo. Habitan países y tiempos reales, fantásticos o fabulosos, no siempre lineales, más bien, replegados sobre sí mismos y confundidos en hebras de pasados reminiscentes y futuros casi descabellados. La realidad de cada instante insiste igualmente en quebrar credos y resistencias, cuestionar hábitos y doblegar voluntades. Algunos personajes se abren también al amor, a la fe y la esperanza, como depositarios de los deseos e ilusiones particulares y colectivos. A veces una memoria opaca busca explicación, ayuda o consuelo destilando un reguero vacilante de luces y sombras. Los humanos circulan sobre él, siempre frágiles y anhelantes. La actualidad pestilente sometida a juicio y de cara a un posible cambio de rumbo general, quizás utópico, tal vez imposible, irremediablemente necesario.