A este jardín –que es salvaje— se ingresa siguiendo los signos, las señales de un secreto aprendizaje: trazos sin guía, palabras que se evaporan, rebeldes y sueltas para abrir un tiempo que se sucede eterno: el momento en que el poema es clarividente. Esta breve antología pone también el tiempo vertical sobre la escritura, sobre el acto de escribir o dibujar el trazo; y en ese acto, contrario nuestra tradición occidental, se regresa no a la palabra sino al silencio. La poeta dice: “Escribo otra. Escribo para no hablar, para no mirar”. Y, sin embargo, es esa otredad la que mira, la que viaja y reconoce la fugacidad, lo que se escapa: antes era allá, antes; y ese silencio y ese pasado ido fijan el instante, lo vuelven continuo, retorno eterno
del tiempo en el poema.