Y como ya no llevaba dinero en el bolsillo a excepción de treinta y cinco francos, mimado por la fortuna, como él mismo se creía, y sin dudar de los milagros que con toda seguridad habían de ocurrirle aún, decidió hacer algo muy común entre los pobres y los que se dan a la bebida: encomendarse de nuevo a Dios, el único en quien creía a aquellas alturas. Así pues, se dirigió al Sena y bajó la escalera de costumbre, la que lleva al hogar de los desamparados.
Vino a tropezar entonces con un hombre que estaba a punto de subir y cuya figura se le antojó muy familiar.