En primer lugar, los expertos son inevitables. Esto que voy a decir no es un trabalenguas, aunque lo parezca: sabríamos muy poco si sólo supiéramos lo que podemos comprobar personalmente; apenas podríamos decidir si únicamente decidiéramos cuando estuviéramos personalmente seguros. Sin los expertos sucumbiríamos ante la complejidad epistémica del mundo. Quienes tienen que tomar decisiones están rodeados de comisiones e informes; por haber, hay incluso especialistas en cuestiones de ética, que son las más ligadas al juicio y a la conciencia personal, las menos delegables. Se ha configurado todo un mercado de científicos, técnicos y expertos gracias al cual nos podemos informar acerca de lo que debe hacerse en un momento determinado. Consultar a los expertos es un modo de disminuir el riesgo de las malas decisiones. Los expertos se caracterizan por una actitud desinteresada, objetiva, pragmática e independiente hacia la realidad, que es una disposición muy necesaria en un mundo de creciente complejidad. Si existen «gobiernos técnicos», expertocracia o autoridades funcionales es precisamente porque hay decisiones que no están al alcance de cualquiera.
Pero también es cierto que los expertos nos decepcionan con frecuencia y que debemos administrar con prudencia nuestra confianza en ellos. Basta con recordar el fracaso de las previsiones de la Economía o el mal funcionamiento de las agencias de rating con ocasión de la crisis económica. Sin necesidad de recurrir al caso extremo de las crisis, la confianza en los expertos sólo puede ser limitada si tenemos en cuenta la falta de unidad de sus juicios y pronósticos. Para cada tema hay expertos que sostienen opiniones enfrentadas y con intereses contrapuestos, por lo que no deben disponer de un saber tan indiscutible ni de una actitud tan desinteresada. Frecuentemente se adoptan decisiones ideológicas con apariencia de objetividad y encubiertas por la supuesta imparcialidad de los expertos y sus razones aparentemente neutrales