Llegaban, en efecto, los pájaros grises, coloreados por el resplandor del crepúsculo, con las alas adornadas de largas plumas flotantes y una cresta roja sobre la nuca. Los grandes pájaros de largas patas, de cuellos finos y sutiles y de cabeza pequeña, descendieron como si resbalaran en el aire, poseídos de un vértigo misterioso. Deslizábanse hacia adelante y volvían hacia atrás, mitad volando y mitad bailando. Con las alas elegantemente desplegadas, movíanse con una rapidez incomprensible. Su danza tenía algo de singular y de extraño. Se hubiera dicho que eran sombras grises entregadas a un juego que la vista no podía seguir, juego que parecían haberlo tomado de las brumas que flotan sobre las marismas desiertas. Aquello tenía algo de sortilegio. Todos los que concurrían por primera vez al monte Kullaberg comprendieron al fin por qué se llamaba a la reunión el baile de las grullas. Había algo de salvaje en estas danzas; pero no por eso dejaba de infundir en el espectador una dulce languidez. Nadie pensaba ya en luchar. Todos los allí presentes, tuvieran alas o no, aspiraban a elevarse por encima de las nubes, a buscar lo que había tras ellas, abandonando el pesado cuerpo que las arrastraba hacia la tierra para volar hacia el cielo.
Esta nostalgia de lo inaccesible, de lo que permanece oculto en el más allá de la vida, sólo la sentían los animales una vez cada año, viendo el gran baile de las grullas.