–¿Por qué no gritas, mamá? ¿Por qué no lo mandas a la puta mierda? ¿Por qué no le envenenas la comida? ¿Por qué no le cortas toda la ropa con las tijeras de jardinero? ¿Por qué no le pides el divorcio, mamá? ¿Por qué no dejas de mimetizarte con el sofá, con las cortinas, con el papel tapiz, camaleón estúpido, y no sales de ahí, de donde sea que estés y lo obligas a mirarte a la cara? ¿Por qué no das alaridos de loca, mamá?
Yo nunca hice esas preguntas. Siguieron juntos.
Mamá aguantó y aguantó, incluso cuidó a papá cuando el cáncer lo dejó hecho una piltrafa y no podía ni llegar al baño, pero sí podía mandarle mensajes a la otra mujer y, quién sabe, tal vez a otro hijo, otra hija. Lo cuidó cuando la respiración de papá se convirtió en un lento y largo silbido agudísimo que perforaba los oídos. Lo cuidó hasta su último día y lo lloró en el entierro. No quise formular las preguntas que harían que mamá se avergonzara de su vida entera, de darle el lado derecho de la cama y el mejor trozo de pavo –la carne blanca en filetitos– a su verdugo, del emborronamiento de su amor propio, de su condición de mujer miserable y prisionera, de su callar por miedo a que papá la abandonara, un silencio brutal, como una mano enorme de verdugo que te tapa la nariz y la boca mientras silba