Jon Fosse es dramaturgo, narrador, pero, ante todo, poeta. Es un poeta cuya obsesión es la luz: la luz diáfana del norte de Europa, casi imposible, la luz de la soledad, la que ilumina el mundo en su sencillez, la que es un puente entre lo mortal y lo infinito, entre lo visible y lo invisible. La luz mística emana de cada uno de sus poemas.
Fosse pertenece a una de las tradiciones poéticas más complejas y fascinantes: la tradición órfica. Es decir, la de aquellos poetas que, en medio de la destrucción, del nihilismo, del fin de todas las verdades y de la belleza, se han dado a la ardua tarea de reconstruir el sentido sagrado del mundo. No se trata, sin embargo, de una escritura difícil. El sentido sagrado del mundo –como nos lo han enseñado Hölderlin, Trakl o Rilke, con quienes entabla un diálogo a lo largo de estos libros— está latente, oculto, en lo más sencillo: en un niño, en una barca, en la nieve, en un animal, en un sendero a través del bosque o en la memoria. Y quizá sea ese el punto clave de la poética de Fosse: la memoria y la presencia de la infancia. La infancia individual y la infancia del mundo. Cuando lo imposible es lo cotidiano; cuando la magia y la maravilla lo recubren todo; cuando cada elemento de la existencia, por minúsculo que sea, es motivo de estupor y de alegría. Pero también cuando el dolor y la melancolía son más graves.
Jon Fosse es un poeta sencillo y poderoso, alegre y taciturno, ilimitado y desprovisto de todo. Como los niños.