A decir de Paul Valéry, lo que más asombro le causaba en la memoria no era que volvía a decir el pasado, sino que alimentaba el presente: le daba réplica o respuesta, le ponía palabras actuales en la boca. Es de esta forma como Eduardo Antonio Parra traza en su novela, El rostro de piedra, el retrato acucioso, revelador y humano de un personaje que tanto la historiografía como el ideario popular convirtieron en mito. Esta obra singular, de narrativa poderosa y atrayente, es también un enorme fresco de la segunda mitad de nuestro siglo XIX, colmado de situaciones reconstruidas con las emociones y ambiciones de todos aquellos ilustres personajes que rodearon al Hombre de la Reforma durante su larga lucha por obtener y conservar el poder.
Parra establece un doble recorrido, paralelo, entre el recuerdo y la terrible actualidad de un Juárez aferrado a la silla presidencial, disminuido física, moral y políticamente. Al final de sus días ambos trayectos convergen, y pese a todo la memoria y el presente terminan para dar paso a la leyenda. Así, los momentos más significativos de la vida personal de Juárez se empalman de manera conmovedora con los años más intempestivos de nuestra historia, de la cual él se convirtió en el principal protagonista, al lado de algunos de los hombres más brillantes que ha dado la patria: los eminentes liberales.
Parra es cuidadoso de los detalles, los ambientes, los gestos, los humores, la escenografía entera del preciso (y precioso) recuerdo. Nos hace sentir espectadores privilegiados de un drama épico con personajes que se muestran convencidos de sus vicios y virtudes, sus convicciones y pasiones, no de su condición exclusiva de próceres de yeso y de bronce.
Juárez es y será uno de los personajes más enigmáticos de esa novela llamada México. En El rostro de piedra se nos muestra todo el trasfondo: un hombre que no obstante sus certezas o su condición de representar el espíritu de una época, navegaba entre la grandeza y los desaciertos, que era acosado por las dudas: un Juárez íntimo y apegado sin remedio a su condición humana. (Ignacio Solares)