«En una novela tiene que haber un héroe, y aquí se han reunido deliberadamente todos los rasgos del antihéroe», dice el narrador sin nombre de Memorias del subsuelo, que Fiódor M. Dostoievski publicó en 1864 en la nueva revista Época de su hermano Mijaíl, a quien había confesado su inquietud por el «tono áspero y salvaje» del texto. En su primera parte, un funcionario de grado medio de cuarenta años, ya retirado, se dirige a un imaginario público corno un orador: entre burlas, paradojas y violentas interpelaciones, confiesa su orgulloso aislamiento de la sociedad, sus constantes atentados contra «todo lo hermoso y lo sublime» y su firme convicción de que la civilización no podrá salvar al ser humano, condenado por el libre albedrío a desafiar a la razón y saborear el mal. En la segunda parte, a partir del recuerdo de una anécdota de juventud, la novela empieza a poblarse de personajes —tenientes engreídos, amigos aduladores, criados altivos, jóvenes prostitutas— que acaban de perfilar, con sus juergas y sus desaires, el característico universo dostoievskiano. El «subsuelo» desde donde escribe el protagonista es un espacio simbólico de «la falta de contacto con la vida» y del «presuntuoso rencor» que esta genera, pero también un refugio donde reina una falsa sensación de «tranquilidad». Es el lugar donde viven los insectos, las arañas y los ratones, y también el hombre superfluo, «incapaz de amar», ese gran prototipo de la literatura rusa.