escapando de las reuniones dominicales, fue la terrible idea de que a lo mejor mi primo se había muerto cuando estuvimos en "La colina de los muertos".
Eso es lo que se me ocurrió pensar. Y luego ese horroroso pensamiento permaneció aleteando como mosca en la telaraña de mi cerebro sin poderse salir de mí: que en algún momento, mientras Paco y yo caminábamos por las calles muertas, entre las casas muertas, bajo el cielo muerto, a él se le había acabado su media vida.
Fue por miedo. Por puro miedo que me alejé de él, porque si Paco se había quedado convertido en algo parecido a una momia, él no tendría que lanzarse tras de mí para estar siempre a mi lado.
De modo que para mí Paco murió mucho antes de que de verdad muriera.
La última vez que volvimos a hablar él y yo, antes de que a mi padre le ofrecieran un nuevo trabajo y nos mudáramos de la ciudad, fue en la puerta de la casa de nuestra abuela. Mi papá se había ido con mis hermanos mayores por el automóvil que se hallaba estacionado a unas calles de distancia y mi mamá se estaba despidiendo de mis tías, cuando mi primo llegó con las manos en los bolsillos y una leve curva en la comisura de los labios, como el principio de una sonrisa.
«Quiero darte algo», dijo, y, sin más ni más, extrajo las manos de sus bolsillos y en sus manos aparecieron dos enormes fajos de estampas.
Inmediatamente las reconocí. Cualquiera en mi familia las reconocería al instante. Todos sabíamos que Paco no tenía tesoro más preciado que su colección de seres inmortales que él mismo dibujaba en tarjetas blancas cada vez que se topaba con uno de ellos en alguna leyenda, mito, película, historieta.
«Quédatelas», me dijo y con esa simple palabra me dio a todos sus ángeles.
Me dijo mi mamá, «debe quererte mucho para darte a todos sus ángeles».
Nunca más volví a ver a mi primo. Entré a la secundaria, cursé la preparatoria, y cuando entré en la universidad, Paco murió de verdad