La sensación de pisar por primera vez la calle tras varios meses de reclusión, fue muy extraña. Y excitante. Me acerqué en silencio, despacio. Fue su olfato el que primero me localizó. El niño se irguió como un resorte, pero antes de que saltara del tobogán, le arrojé mi carga y salí corriendo.
Desde la seguridad de mi ventana, me tranquilizó verlo comer. Aunque su cara no mostraba emoción alguna, a mis ojos el pobre disfrutó de aquellas vísceras como cualquier niño con su pastel de cumpleaños. La misma ansia, el mismo masticar a dos carrillos. Ni siquiera la imagen de su boca chorreante de sangre al arrancar pedazos de hígado empañó mi felicidad.