¿Te fastidias, bella lectora de los severos renglones de agrio gesto que no aprisionan en sus sílabas la confidencia de algún afecto ni el cascabeleo juguetón de una alegre noticia? Aunque no sea más que por darte gusto, seré confidente contigo en estas monótonas cuartillas que bien sabe Dios los esfuerzos que me cuestan. Confidente soy al decirte, a riesgo de pecar de indiscreto, que eres toda indulgencia. Indulgentes son tus palabras que encierran en su música una misericordiosa voz de perdón; indulgentes esos labios cuyos movimientos denuncian tu plegaria secreta que se levanta en la iglesia cuya penumbra realza tu rostro, pálido como los broches de plata de tu devocionario; indulgentes, en fin, son tus ojos que como con miedo se dirigen al cielo para preguntarle de las lluvias que nos niega. Aunque, a decirte verdad, amable lectora, bien hace el cielo en no hacer caso de tus interrogaciones.