«Church» estaba allí otra vez. Temía y deseaba algo semejante. Porque su hijita Ellie le había encargado que cuidara del gato, de «Church», y «Church» había muerto atropellado. Louis Creed era médico, había tenido al gato en los brazos y estaba muerto. Seguro. Pero había cedido ante la insistencia del viejo y había ido a enterrarlo a plena noche, más allá del cementerio de animales. Más allá. Y ahora estaba allí otra vez. Era «Church», no cabía duda, aunque arrastraba los cuartos traseros, apestaba como un condenado, sus ojos eran mucho más verdes y mucho más crueles y su comportamiento era perverso. Pero volvía a estar allí y Ellie no lo echaría de menos. Sin embargo, Louis Creed sí volvería a echar de menos aquel lugar. Porque más allá del cementerio de animales, más allá de la valla de troncos que nadie se atrevía a traspasar, más allá de los cuarenta y cinco escalones, el poder del antiguo cementerio indio le reclamaba y le ofrecía su aberrante consuelo para una espiral de un dolor y un horror cada vez más intensos.