La familia

Su determinación era firme y, aunque podía sacar más argumentos para defenderla –el mayor de todos que él no eligió su nombre, esa herencia–, se limitó a describir lo que estaba ocurriendo en el colegio.

–Me gritan en el recreo, a la salida. ¡Aquilino! Y luego: ¡tríncame el pepino!

–Aquilino, por Dios –dijo Madre.

–¡Pero es que están todo el día igual! No paran. ¡Aquilino, tríncame el pepino! O: ¿Quién es Aquilino? ¡El que me agarra el pepino!

No hubo palabras, ni abrazos, ni manifestaciones de emoción. Pero cuando volvían al coche, al pasar frente a una heladería sin clientes, ante el reclamo colorido de los sabores –avellana, turrón, stracciatella, leche merengada, tutti frutti–, el tío comentó para sí: todo lo que le gustaban los helados, a mi pobre Laura, y yo no le dejaba comérselos...

Todavía tiene la imagen de la heladería grabada en la retina. Aquel viejo, su tío, horas antes de quedarse viudo, estuvo asesorando sin fundamento a ese pobre hombre, confundiéndolo con su imprudencia, con su vanidad, por pura inercia, y todo ¿con qué fin?

Nunca dijo que fuera abogado, ni lo dice ahora, con esas palabras, pero producía la confusión todo el tiempo, eso es todo.

A estas alturas, pensó, no merece la pena remover el pasado. A estas alturas, se dijo: qué expresión más extraña. Como si el tiempo se les estuviera agotando. Como si hubiese que centrarse solo en lo importante y evitar lo accesorio, lo irrelevante.

Relevancia o irrelevancia: la diferencia, de pronto, se le presentó muy nítida. Qué hombre más irrelevante, se dijo, qué historia más pequeña en el fondo.

A ellas no les quedaba tiempo para la irrelevancia.

Ese hombre había estado insultándolas a sus espaldas hacía un montón de años. Tenía una doble cara llena de falsedad que su madre no conocía, que no podía ni siquiera sospechar. Y qué. Era una falsedad inofensiva. Desconcertante pero inofensiva. Quizá aquel hombre las criticaba para lucirse, tontamente, delante de su mujer y sus hijos. Quizá solo desempeñaba el grandilocuente papel que se había impuesto a sí mismo y echaba mano de lo que tenía más cerca, como un contraejemplo. Quizá no toda su amabilidad era mentira. Quizá estaba trastornado. Quizá su opinión había cambiado, quizá incluso se había arrepentido. Se dicen muchas tonterías, muchas exageraciones a lo largo de una vida

¿Acaso su misión era restablecer un orden justo en el que cada uno recibiera solo lo que merecía? ¿Y qué merecía cada uno? ¿Lo iba a decidir ella?

¿Por qué habría de quitarle la venda de los ojos?, pensó. ¿Qué tipo de trofeo estaba persiguiendo? ¿El de la verdad? ¿El ajuste de cuentas?

No se puede añorar lo que se desconoce

Martinita. Nadie la llamaba nunca así, salvo Padre, en situaciones como esa, y a veces el pequeño Aquilino, pero irónicamente, solo para hacerla rabiar.