Quizás la vieja te vio en los ojos el ansia de selva. En su mirada se incrustó un lamento de miedo. Las jíbaras son así, imprevisibles, y un momento se dejan acariciar y al siguiente escapan selva adentro. De inmediato te ordenó volver a la hacienda ahora que ya tenías los huesos. Prometió que serían tuyos para siempre. De nadie más que tuyos, Ananda, pero vuelve tranquila al cuarto, mijita, y rompió a llorar a los pies de la selva, de ese dios que se alimenta de las lágrimas del mundo. Rota en sollozos estaba porque en ese momento vio que en tus ojos ya no quedaba ni rastro de Ananda, como tampoco había carne sobre los huesos de Choclo. Su única esperanza era amaestrar a la jíbara, lograr que aquella perra olvidara el miedo, tenerla limpia