Una vez salimos a las calles desiertas, reanudó el relato del año que acababa de transcurrir.
Había entrado en el café que estaba enfrente del laboratorio LTC porque me vio leyendo allí. Me abordó con el propósito un tanto loco de decirme: «¿Quiere casarse conmigo?», pero se vio incapaz de expresar nada. Del mismo modo, tras nuestro encuentro en la escalera de la casa de Roger Stéphane, corrió en mi busca para invitarme a tomar una copa, pero yo ya había desaparecido. Después acudió a varias proyecciones de la película de Robert Bresson esperando que el destino nos hiciera coincidir de nuevo. En vano.
–Me había resignado a no volver a verte cuando...
Adoptaba un tono malicioso, disfrutando con revivir aquellos momentos, hacía pausas.
–... ¡cuando recibiste mi carta!
–¡Un milagro! Volvía de Japón para ultimar los preparativos de mis dos películas y pasé casualmente por Les Cahiers.Nunca abro el correo que recibo allí, pero había una carta en el escritorio con una nota de disculpa de la secretaria: había abierto por descuido una carta dirigida a mí... Iba a tirarla a la papelera cuando vi tu firma...
Nos habíamos sentado en un banco de una plaza, a la sombra de una vieja higuera. Por último, murmuró:
–Oh, Jeanne, qué extraño camino he tenido que recorrer para llegar hasta ti.
Y ante mi cara de sorpresa me explicó:
–Es lo que le dice el ladrón a Jeanne en el locutorio de la cárcel. ¿No has visto Pickpocket de Robert Bresson?
Al finalizar el día, en el coche, nos hallábamos de nuevo abrumados de tristeza y desconcertados de estarlo hasta tal punto. Separarse, irse cada cual por su lado nos dejaba mudos, incapaces de dar con las palabras que reconfortan.
Al llegar a la terraza en forma de media luna ante el castillo, se le iluminó de pronto el semblante.
–Tengo una idea: me acompañas a Marsella y te daré dinero para que vuelvas en taxi. –Y añadió, sin darme tiempo a argumentar–: Pero tiene que acompañarnos tu amiga, no quiero que vuelvas sola. Siendo dos no corréis ningún peligro.
Circulábamos hacia Marsella. Yo iba sentada a su lado, Nathalie iba detrás. No había aceptado de inmediato la propuesta, cuando menos inesperada. Pero él se la había presentado con tal cordialidad y emoción que acabó cediendo. «Bueno, por ser usted», le dijo. «¿O sea que podía haber sido con algún otro?» Le contestó como un rayo, con esa malicia infantil que le salía de modo espontáneo cuando era feliz o simplemente estaba de buen humor. Nathalie se ruborizó. «Qué encantadora, me gustaría filmar la cara de una jovencita en el momento en que se ruboriza.» Pasaba con rapidez de uno a otro tema, hacía malabarismos con las ideas y las imágenes. Nathalie estaba desconcertada como lo estuve yo el primer día.
Al observar las reacciones de mi amiga, comprendí que me había adaptado a aquel hombre extraño que no se parecía en nada a ninguno de los que conocía. En dos encuentros y unos cuantos telegramas, había pasado a resultarme familiar.
No dijo gran cosa durante el trayecto. Pese a su desenvoltura del principio, la presencia de Nathalie detrás le intimidaba. Sin embargo, ella se comportaba discretamente, se limitaba a contemplar el paisaje, o a aventurar de cuando en cuando alguna observación trivial. Vestía, como solía hacerlo aquel verano, un pichi de madrás a cuadros azules y rosas que le sentaba muy bien. Era rubia y tenía la nariz quemada por el sol. Yo tenía la nariz igual y llevaba el pelo recogido en un amago de cola de caballo. Vestía unos vulgares vaqueros y un viejo polo descolorido. Cuando le presenté a Nathalie, Jean-Luc comentó: «¡Qué buena pinta tienen Anne y usted! ¡Excelente combinación, trabajo campestre y vacaciones de estudio en la piscina!»
Estábamos parados en un semáforo, cerca del aeropuerto. Me miró y miró a Nathalie, por el retrovisor.
–¿Saben a quién me recuerdan, las dos? A Delphine y Marinette, las niñas de Los cuentos del gato encaramado de Marcel Aymé. ¿Los han leído?
Hasta el último aviso, Jean-Luc me tuvo apretada contra él murmurándome palabras de amor, asegurándome que volvería pronto. La pena tan manifiesta que sentíamos ambos impresionó a Nathalie, que le dijo balbuceando, sorprendida de su propia audacia:
–La próxima vez, si le apetece, venga a comer a casa. Pero no tarde mucho, que dentro de ocho días llegan mi madre y mi hermano...
Lo vimos alejarse con los últimos pasajeros del vuelo. Antes, tras devolver el coche de alquiler, había elegido un taxi, había explicado al taxista adónde debía llevarnos y le había pagado por adelantado dejándole una buena propina. De modo que el hombre nos esperaba de excelente humor.
Sentadas detrás veíamos declinar el sol, un tanto inquietas de hacer solas un trayecto tan largo en taxi, repentinamente cansadas como sucede tras experimentar demasiadas emociones. Yo estaba triste y había contagiado mi tristeza a Nathalie. La presencia del taxista nos mantenía mudas mientras circulábamos en medio de la noche.
–¡Qué diría mi madre si nos viera! –murmuró por fin Nathalie.
–¡Y la mía!
Nos reímos en silencio como unas crías. Habíamos pensado tan poco en nuestras madres durante los últimos tiempos...
–¿Estás enamorada? –murmuró de nuevo Nathalie.
–Creo que sí.
Estábamos durmiéndonos cuando el taxi entró en la terraza, a la entrada de la finca. El taxista se apeó, nos abrió la puerta inclinándose y nos dijo con tono irónico:
–¡Princesas, han llegado ustedes!
Cuarenta y ocho horas después, Jean-Luc estaba de vuelta. Llegó más tarde que las otras dos veces, a media tarde, y aparcó directamente delante de la finca. Nathalie y yo lo esperábamos sentadas en el murete de piedra que circundaba la terraza en forma de media luna.
–Tengo una reserva para el último vuelo, el de las diez.
–Quédese a cenar –dijo Nathalie con naturalidad.
Se sentó a nuestro lado y nos contó que Marina Vlady se negaba a seguir sus indicaciones, lo cual le sacaba de quicio.
–¡Y mira que es sencillo, lo único que le pediré cuando haga mi película es que venga andando al lugar del rodaje, que está en las afueras!
–¿Vive lejos? –preguntó Nathalie.
–¡En Ville-d’Avray! ¡Tampoco es para tanto caminar en verano, cuando hace buen tiempo! Los actores son tremendamente perezosos, ¿no te parece?
La pregunta iba dirigida a mí, pero yo no sabía qué contestar. Había visto algunas películas de Marina Vlady, cuya belleza me maravillaba, y me costaba imaginar a la protagonista de La princesa de Clèves o de Adorable mentirosa caminar dos horas todas las mañanas para acudir a su lugar de trabajo. Pero Jean-Luc insistía:
–¡Bien trabajáis Nathalie y tú tres horas todas las mañanas recolectando melocotones! –Y como seguíamos sin decir nada, añadió–: Ya veis que tengo razón.
Luego me propuso que fuéramos a dar un paseo por Aviñón, donde el festival de teatro tocaba a su fin. Acepté, y ofreció a Nathalie que se uniera a nosotros. Pero no quiso. ¿Era discreción, timidez? Su sonrisa cortés no dejaba traslucir nada.
–Volved antes de que caiga la tarde y disfrutaréis del frescor del otro lado del castillo, veréis qué agradable.
En la calles de Aviñón, Jean-Luc improvisó enseguida un juego; consistía en esquivar a sus numerosos conocidos, directores de cine, o actores y actrices que me iba nombrando. Nos besábamos en los portales, y cuando aparecía alguien nos escabullíamos. Nos lo pasábamos de maravilla, con él me sentía como con mis amigos de infancia. En aquellos momentos, él tenía mi edad, lo cual había dejado de sorprenderme. Me venía a la memoria una frase que había oído no sabía dónde: «Las personas a las que quiero tienen mi edad.» Era exactamente eso.
Mientras Jean-Luc elegía cuidadosamente los libros que quería regalarnos a Nathalie y a mí, lo abordó un hombre al que no había visto acercarse. Yo me hallaba a cierta distancia, me llamó y nos presentó. Mi nombre no le decía nada y a mí el suyo me resultaba desconocido. Entonces Jean-Luc repitió mi nombre y añadió:
–Es la intérprete de Al azar, Baltasar, le película de Robert Bresson.
Ya fuera, me tomó de la mano y me dijo:
–Estaba orgulloso de que te vieran conmigo. ¿No te importa?
–No, qué va.
–Entonces, no nos ocultemos más.
Nos paseamos una hora más por las inmediaciones de la place de l’Horloge y del palacio de los papas, cogidos de la cintura o de la mano, pero no volvió a encontrarse a nadie. Jean-Luc se llevó una gran decepción.
Nathalie me había pedido que le enseñara los jardines que rodeaban el castillo mientras ella preparaba el aperitivo. Jean-Luc valoraba cada detalle que yo le señalaba. Le gustaban los cipreses, los laureles, los macizos de flores y el diseño perfecto de las avenidas. Le impresionaba la belleza del conjunto, decía que estaba cargado de historia, se quedaba pensativo: ¿eran dignos de aquel lugar sus propietarios y por qué estaba reservado a unos pocos privilegiados? «La belleza debería pertenecer a quienes saben admirarla», murmuró de pronto con un asomo de amargura. Yo no le entendía.
–Es igual –dijo recobrando su buen humor–: Hablo para mi sayo.–Y como yo seguía sin entenderle, añadió–: Es lo que contesta Sganarelle a don Juan. ¿No estudiasteis a Molière en el colegio?
Estábamos sentados en un banco de piedra. La campiña se serenaba en derredor. Se oían nítidamente el zumbido de las abejas en las matas de espliego, los gritos de las golondrinas y de los vencejos.
–Tengo que decirte una cosa.
Como ya lo había hecho cuando me hablaba de su vida pasada, me tomó las manos y me contempló muy serio.
–Cierta prensa anuncia mi noviazgo con Marina Vlady. Es falso, por supuesto.
Me crispé, lo notó y acentuó la presión de sus manos, por supuesto.
–Hasta tal punto es falso que si te cabe la menor duda renuncio a rodar Dos o tres cosas que yo sé de ella. Cuando quería hacer esa película, no te conocía, ahora me trae sin cuidado. ¿Me crees?
–Sí.
Nos llamaba Nathalie, tomamos la avenida que subía hacia el castillo. Justo antes de reunirnos con ella, se detuvo y me manifestó su deseo de quedarse en Montfrin a pasar la noche conmigo. Con la misma naturalidad, le di el consentimiento.
Nathalie no lo aprobaba. Se alegraba sinceramente de aquella historia de amor nacida ante sus ojos, pero albergar la primera noche de dos amantes se le antojaba por encima de sus posibilidades. «Si se entera mi madre...», no dejaba de repetir. Jean-Luc, con dulzura y firmeza, intercedía por nosotros: tomaría el vuelo Marsella-París de las seis de la mañana, abandonaría la finca a las cuatro. Le suplicaba. Yo no decía nada, pues sabía que a Nathalie, no obstante su amistad y su afecto, la escandalizaba que yo «me acostase» tan rápidamente y en su casa.
Al final cedió. Jean-Luc, agradecido, se levantó y la besó en ambas mejillas. Yo estaba a punto de disculparme.
La circunspección y el temor se reflejaba en nuestros rostros cuando yo cerré la puerta de la habitación. Nathalie dormía al lado, y me daba miedo hablar en voz alta o hacer ruido. También me daba miedo lo que iba a suceder, comportarme como una pazguata, mostrarme patosa, insensible, en resumidas cuentas me daba miedo mi ignorancia. Había hecho el amor un año atrás y después unas veces más con un hombre un poco mayor que yo. Aparte de la satisfacción de no ser ya virgen, no había experimentado gran placer y aquel al que yo llamaba «mi amante» me había dado a entender a las claras que, sí, yo poseía cierto encanto, pero que en ese terreno...
Los postigos de la habitación permanecían abiertos a una noche fragante en la que dominaba el canto de las cigarras. La luna, en cuarto creciente, iluminaba levemente la habitación. Una vez nos habituamos a aquella penumbra, nos miramos, a unos centímetros el uno del otro, de pie, sin movernos.
Jean-Luc se había quitado las gafas. Descubría sus hermosos ojos, que me miraban muy abiertos, clavados en los míos. Su mirada era tan dulce que casi parecía triste. Daba la impresión de ofrecerse a mí sin pedir nada a cambio, de entregarse totalmente y para siempre. Sin gafas, mostraba algo oculto, algo muy íntimo.
Lentamente me atrajo hacia la cama con infinita delicadeza, atento al menor temblor que yo experimentara, anticipando un beso, una caricia. Sus manos en mi piel me producían ondas de placer que me estremecían. Como me estremeció su modo de hacerme el amor. Enseguida supe cómo responder: nuestros cuerpos se acompasaron de inmediato, «se encontraron», como me diría después. Supe que acababa de hacer el amor de verdad por primera vez en mi vida, que aquello me gustaba. Se abría ante mí un mundo de placer, gracias a aquel hombre que me amaba y a quien yo amaba. La gratitud, el ansia de besarlo, de conocer mejor su cuerpo, de entregarle por completo el mío, todo aquello me enajenaba.
Hicimos el amor hasta el alba, susurrando palabras a ratos inconexas pero que expresaban la felicidad de estar juntos. Le confesé mis temores iniciales. Él protestó. Pero de pronto inquirió receloso: «¿De dónde te viene ese saber?» «¡Pues de ti!» Nos reímos, tapándonos la boca con las manos temiendo despertar a Nathalie, que dormía al otro lado de la pared. Varias veces murmuró: «No eres ya mi amante, eres mi mujer.»
Volvió a murmurar esa frase al levantarse y mientras se vestía. Entraban en la habitación los primeros albores del día, fuera cantaban los gallos. No lo vi irse, pues me había dormido sosegada por sus últimos y dulces besos.
Cuando me desperté, ya muy entrada la mañana, vi la habitación sumida en la oscuridad: antes de marcharse, Jean-Luc se había acordado de velar por mi sueño cerrando los postigos. En la mesita de noche, una nota garrapateada deprisa y corriendo: «Pregunta a mi amada: ¿por qué crees que te cito ante el ayuntamiento?»