El día que entra en la tienda Champs Élysées a comprar un bolso carísimo para su futura esposa, la vida de Kemal Bey va a pasar a orbitar por completo en torno a la bellísima dependienta que lo atiende, Füsun. Durante ocho meses consuman una apasionada relación furtiva en el edificio Compasión, pero luego sus caminos se separan y llega la desesperación. A la espera de recuperarla, Kemal va coleccionado cuanto entra en contacto con ella. Toda la obra de Pamuk es una declaración de amor a su ciudad. En ella se viaja al pasado para arrojar luz sobre su enigmático carácter; se cartografían con nostalgia sus barrios; se desmenuza la naturaleza melancólica de sus habitantes, se exploran su alma y sus tejidos para que libere sus secretos. El proceso pareció culminar con Estambul: Memorias y la ciudad, donde la autobiografía y el urbanismo conformaban un todo indivisible. El Museo de la Inocencia lo desmiente. La trama visible sigue con minuciosidad (a veces exasperante, otras veces sublime) la idealización sin fisuras, articulada en clave fetichista, de un empresario por una aspirante a actriz. El propósito real que subyace en este retrato de una Beatrice del Bósforo consiste en pasar revista a los cambios en los hábitos, mentalidades y geografías de la capital turca. En la mezcla de pasión desbocada y recalcitrante angustia que jalonan los veinte años de devoción de Kemal Bey por Füsun resuenan las contradicciones que asaltan el corazón del propio Pamuk (un personaje clave en el libro) al echar la vista atrás a su hogar. Y, así, la misma pulsión que lleva a Kemal a acumular todo objeto relacionado con su amada, se filtra al novelista, que se excede en el trazado de tan bellos como reiterativos círculos concéntricos. Hay que ser paciente o estar atravesando un violento arrebato romántico para entregarse por completo. Pero, ¿acaso no es el delírium trémens amoroso un constante dar vueltas al mismo asunto? ¿No tiene cualquier museo piezas calcadas que nos sobran?