En las historias de Elmer Hernández se entremezclan la psique, la magia, el amor y la muerte de manera sorprendente; los monólogos y las narraciones fluyen con una naturalidad propia, y las descripciones amplían un imaginario propicio para la creación de un mundo en el que los presagios terribles y los idilios frustrados conviven tranquilamente con la locura y la felicidad. Gracias a un pulso refrescante, Hernández construye con algunos temas literarios convencionales nuevas formas, nuevas vías que ensanchan y crean otras posibilidades de escribir. En cada uno de estos cuentos hay una realidad vibrante que dialoga con los personajes, y los transforma en la ignorancia de sus propios actos. El mundo está ahí para ser reafirmado por el lector; cada palabra se muestra como una formación de puntos que giran en el espacio, que resuenan sobre la conciencia y la revitalizan. Aquí la ficción todavía se encuentra aislada, y recrea la experiencia sólo en la medida en que también es creada por quienes la perciben. Los escenarios, entonces, se adaptan sumisa e inevitablemente a la condición interna de los actores; y éstos son transformados por la respuesta que el exterior les confiere. En ese sentido, los límites entre acción y pensamiento se deshacen lentamente; se agrietan para hacer de lo interno algo externo.