arecía como si su aroma infantil a lágrimas, leche y sopa lo hubiera aproximado al mundo del animal.
Sujetándole la cabeza, le introdujo la tetina en la boca; por fin el cordero consiguió mamar. Esto lo llenó de satisfacción: deseaba que su padre se sintiera orgulloso de él.
Al terminar de dar de comer al cordero, miró lentamente a su alrededor: sus ojos parpadearon de codicia. Descolgó un salchichón colgado del techo y comenzó a engullirlo. Antes de terminarlo, ya estaba abriendo la alacena. Sacó pan, galletas, queso. Se llevó un puñado de frutos secos a la boca y, cuando terminó de masticarlos, abrió la nevera, sacó una botella de leche y comenzó a beber. La nuez del niño cloqueaba como un desagüe y, por las comisuras de la boca, la leche se desbordaba, bajaba a lo largo del cuello y le mojaba la camisa. Cuando se acabó la leche, tomó el queso. Después de un buen rato comiendo a dos carrillos, quedó ahíto.
Un poco más tarde, tras engullir el último trozo de embutido que encontró por la cocina, subió a ver a su tía. Abrió la puerta de la habitación y la encontró tumbada, larga y lacia sobre la cama. La comida le pesaba en el estómago y le acometió una náusea.