Dios nos manda terremotos, huracanes, tornados. También nos da montañas que escupen fuego sobre nuestras cabezas, océanos que se tragan barcos. Dios nos concede la naturaleza, que es una asesina sonriente. Nos concede enfermedades para que, el día de nuestra muerte, sepamos que Él nos otorgó orificios a fin de que pudiéramos sentir cómo nos desangrábamos por ellos. Él nos ha otorgado la lujuria, la ira, la codicia y nuestros inmundos corazones para que podamos ser violentos en Su honor. No hay ningún orden moral tan puro como la tormenta que acabamos de presenciar. De hecho, el orden moral no existe. Lo único que existe es: ¿puede mi violencia vencer a la tuya?