Es innegable que la provisión de ciertos bienes y servicios básicos, tales como el servicio de acueducto, han alcanzado la universalización en Bogotá. Esto ha tomado décadas durante las que los gobiernos han ejecutado sus planes de inversión y, además, enfrentado en no pocas ocasiones el descontento social. A pesar de esos indiscutibles avances, el progreso social de las clases populares es magro, fenómeno que también padecen otras metrópolis colombianas y del Tercer Mundo.
Los programas de lucha contra la pobreza que se han adherido a objetivos globales enfrentan una poderosa limitante y es que, a diferencia de los Derechos Humanos fundamentales, no son vinculantes. Por su parte, las políticas tributarias progresivas contribuyen a paliar la desigualdad y sin embargo el rezago social persiste.
¿Cuál es la razón para que los programas de lucha contra la pobreza, en particular los que atienden la pobreza monetaria y los que lo hacen sobre algunos de los componentes de la pobreza multidimensional, y las estructuras tributarias progresivas que gravan al que tiene o gana más que los demás, no afecten sustancialmente el avance social de las clases populares? La respuesta es la segregación residencial.
Este libro se ocupa de su análisis y desde su inicio propone un cambio de relato que reconozca la imperiosa necesidad de combatirla.