La abeja se muere cuando sus alas están desgastadas, deshilachadas, desgarradas, como las velas del holandés errante. Se muere en el momento en el que va a levantar el vuelo, lleva mucha carga, tal vez más peso que nunca, rebosa de néctar y polen, y esta vez resulta ser demasiado, las alas ya no la soportan. No vuelve nunca a la colmena, sino que cae en picado al suelo con toda su carga. Si hubiera tenido sentimientos humanos, en ese momento se habría sentido feliz, habría entrado por las puertas del cielo plenamente consciente de haber vivido a la altura de la idea de sí misma, de la Abeja, como podría haberlo formulado Platón. El desgaste de sus alas, su muerte misma, es la señal más clara de que ha cumplido con su destino en la tierra, de todo lo que ha logrado realizar, teniendo en cuenta su diminuto cuerpo.