on y crecieron. No eran, empero, cuernos corrientes, como los que tiene el ganado. Los suyos eran blandos, se trenzaban y se enrollaban. El sabio macho cabrío los ocultaba. De día los llevaba tan enrollados que parecían unos cuernos de lo más corrientes. Pero por la noche salía, mirad, allí, al ancho escalón del castillo, al atrio hundido, y desde allí alcanzaba el cielo con los cuernos. Los desplegaba hacia lo alto, lo más alto posible, se erguía sobre las patas traseras para alcanzar aún más altura, hasta tocar con las puntas de los cuernos la Luna creciente, astada como él, y le preguntaba: «¿Qué hay de nuevo, Luna? ¿Aún no ha llegado la hora de la venida del Mesías?»