El latín era la lengua dominante en provincias como Cartago (de donde era san Agustín) y como Panonia (de donde era san Jerónimo). Rumania, el país moderno que heredó el nombre de Romania, es también, paradójicamente, el único que quedó cercenado del bloque románico original. A cambio de las pérdidas sufridas en Europa, la Romania haría más tarde conquistas lingüísticas inmensas en el Nuevo Mundo: también los países hispanoamericanos, y el Brasil, y Haití y el Canadá francés, hablan romanice, o sea ‘románicamente’, ‘al estilo de Roma’. (Del adverbio románice procede la voz romance. Todavía en el siglo XVII, en vez de decir que algo estaba en español, solía decirse que estaba “en romance”. Y los lingüistas llaman indiferentemente “lenguas romances”, “lenguas románicas” o “lenguas neolatinas” a las hijas del latín imperial.)