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Antonio Alatorre Chávez

Los 1001 años de la lengua española

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    La ciencia lingüística moderna nació en el momento en que los filólogos y dialectólogos del siglo XIX, en vez de profesionalizar un horror tan primario y elemental, profesionalizaron la voluntad de no horrorizarse de nada, o sea la voluntad de entender. El lenguaje quedó entonces como purificado. T
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    No hay que olvidar, por otra parte, que todos los hablantes llevamos en nuestro corazoncito un Probo en potencia, el cual entra en acción cada vez que se nos escapa, de manera fatal y mecánica, un “No digas yo cabo, se dice yo quepo”, un “No digas cuando vuélvamos, se dice cuando volvamos”. Y ese gramático interior y agazapado es una institución, una academia en germen. El horror al cambio y a las costumbres distintas de las propias siempre ha existido.
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    Probo no falla nunca: siempre acierta, pero al revés de como él pretendía. Gracias a su prurito castigador y desterrador de palabras del vulgo, tenemos unas muestras preciosas de cómo se hablaba en realidad. Su “lista negra” es una lista de oro para los filólogos. En el pleito entre Probo y el vulgo reprobado, quien tuvo la razón (no la razón estética, ni científica: la desnuda razón histórica) fue decididamente el vulgo.
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    Imposible negar el papel formador de Cicerón y Virgilio, y de sus contemporáneos y sucesores, así paganos como cristianos (digamos Ovidio y Ausonio; digamos Boecio y san Gregorio). Sus obras han llegado a nosotros gracias a que fueron copiadas y recopiadas una y otra vez, hasta el siglo XV (cuando los impresores sustituyeron a los copistas), por una gran cadena humana interesada en mantener, si no todo un concepto de cultura, por lo menos un ideal de lengua. Los ejecutores de esa tarea fueron el gramático, el monje, el litteratus, el cléricus. (De litteratus viene la palabra española letrado, que llegó a significar ‘abogado’ o ‘leguleyo’; de cléricus viene la palabra francesa clerc, con que se designa todavía al “intelectual”.)
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    El español y las demás lenguas romances, en efecto, no proceden del latín empleado por los supremos artífices del lenguaje, sino del latín de la gente corriente y moliente, el latín hablado en las casas, en las calles, en los campos, en los talleres, en los cuarteles. (El latín vulgar es al latín clásico lo que el prácrito al sánscrito.)
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    Para explicar el tránsito del paganismo al cristianismo, los españoles inventaron tardíamente dos cuentos: que el apóstol san Pablo hizo una gira de evangelización por Hispania, y que el cadáver de otro apóstol, Santiago, martirizado en Jerusalén, usó como barco su propio sepulcro de piedra y cruzó el Mediterráneo y parte del Atlántico hasta recalar en Iria Flavia (nombre romano de la actual Padrón, en la provincia de Coruña), como para velar desde allí por la perduración del evangelio. En realidad, la cristianización de la península ibérica se llevó a cabo al mismo tiempo y con las mismas vicisitudes que en el resto del imperio. En los días del edicto de Constantino, prácticamente todas las regiones de Hispania estaban cristianizadas. El salto de una religión a otra estaba ya dado, lo mismo que en tantas otras provincias del imperio.
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    El latín era la lengua dominante en provincias como Cartago (de donde era san Agustín) y como Panonia (de donde era san Jerónimo). Rumania, el país moderno que heredó el nombre de Romania, es también, paradójicamente, el único que quedó cercenado del bloque románico original. A cambio de las pérdidas sufridas en Europa, la Romania haría más tarde conquistas lingüísticas inmensas en el Nuevo Mundo: también los países hispanoamericanos, y el Brasil, y Haití y el Canadá francés, hablan romanice, o sea ‘románicamente’, ‘al estilo de Roma’. (Del adverbio románice procede la voz romance. Todavía en el siglo XVII, en vez de decir que algo estaba en español, solía decirse que estaba “en romance”. Y los lingüistas llaman indiferentemente “lenguas romances”, “lenguas románicas” o “lenguas neolatinas” a las hijas del latín imperial.)
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    El griego fue la lengua litúrgica en Roma hasta el siglo IV, y en griego están escritos todos los documentos primitivos del cristianismo.
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    Uno de esos documentos es cierto sermón atribuido a san Agustín, escritor que tuvo una influencia enorme en la cultura medieval. El latín de san Agustín es sustancialmente el mismo de Cicerón (y por “Cicerón” hay que entender el dechado o paradigma del “buen latín”). A primera vista, podría concluirse que en el lapso de casi cinco siglos que media entre Cicerón y san Agustín no hubo cambios notables en la lengua. Pero esto no puede ser. Ninguna lengua ha durado tanto tiempo sin cambios. Lo que pasa es que el latín agustiniano es una lengua escrita. La lengua hablada por el propio santo a la hora de decir sus sermones, y no digamos la de los oyentes, no era ya el latín de tiempos de Cicerón. En esos años 354-430 en que vivió el santo, el “buen latín” se había refugiado en la escritura. Ahora bien, así como el latín ciceroniano fue el modelo de la lengua en que escribió san Agustín, así el latín agustiniano fue uno de los modelos de la lengua que siguió escribiéndose durante siglos en toda la Europa de cultura románica, desde Portugal hasta Alemania, desde Irlanda hasta Austria. Hasta el siglo X, y aun después, prácticamente todo cuanto se escribía en la Europa occidental estaba en latín. Y lo curioso es esto: en el siglo X hacía ya mucho que el latín de Cicerón y el de san Agustín y el de sus innumerables continuadores era una lengua muerta. Ya en ningún lugar se hablaba ese latín.
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    A mediados del siglo XIX se inventó en Francia el término “Latinoamérica” —o “América latina”— para designar a todas las regiones americanas en que se hablan lenguas hijas del latín: no sólo los países de idioma español, sino también el Brasil, Haití y el Canadá francés. A pesar de su origen y su imprecisión, la palabra ha tenido mucha fortuna. Y, como nadie llama “latinoamericanos” a los canadienses de Quebec, se usa de hecho como sinónimo de “Iberoamérica”: Iberia es la cuna del español y del portugués (el francés está excluido). Si hubiera en el continente americano regiones de habla catalana y vasca, serían asimismo parte de “Iberoamérica”. La palabra “iberorromance” sirve para designar a todos los descendientes que el latín dejó en la península (portugués, castellano y catalán, con todos sus dialectos y todas sus variedades), y en la “Península ibérica” caben todas las hablas iberorromances y además el vasco
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