Alejándose al paso de los caballos, que habían emprendido el galope nada más cruzar el puente levadizo, Clélia se decía: «¡He debido de parecerle muy ridícula!». Luego añadió, de pronto: «No solamente ridícula; le habrá parecido ver en mí a un alma baja, habrá pensado que no contestaba a su saludo porque está preso y yo soy la hija del alcaide».
Esta idea fue motivo de desesperación para aquella joven que era de alma elevada. «Lo que convierte mi comportamiento en algo completamente envilecedor –añadió– es que tiempo atrás, cuando nos encontramos por primera vez, y también en compañía de unos gendarmes, como él dice, la prisionera era yo y él era quien me hacía un favor y me sacaba de un gran apuro. Sí, hay que reconocerlo, mi comportamiento no tiene por dónde cogerlo, es a la vez grosero e ingrato. ¡Ay, pobre muchacho! Ahora que es desdichado todo el mundo será ingrato con él. Bien me dijo él entonces: “¿Recordará en Parma cómo me llamo?”. ¡Cuánto me desprecia ahora! ¡Era tan fácil decir algo cortés! Hay que reconocer, desde luego, que me he comportado atrozmente con él. Aquella vez, sin el generoso ofrecimiento del coche de su madre, habría tenido que caminar tras los gendarmes a pie, entre el polvo, o, lo que habría sido aún peor, ir a la grupa de uno de esos individuos; ¡el detenido era entonces mi padre y yo estaba indefensa! Sí, no hay por dónde coger mi conducta. Y ¡con cuánta crudeza ha debido de notarlo una persona como él! ¡Qué contraste entre su fisonomía tan noble y mi conducta! ¡Qué nobleza! ¡Qué serenidad! ¡Si parecía un héroe rodeado de sus infames enemigos! Ahora entiendo la pasión de la duquesa: si él se porta así en un acontecimiento adverso y que puede tener terribles consecuencias, ¡cómo será cuando su ánimo se sienta dichoso!»
Jaja, qué linda la Clelia.