El Viejo se resguarda en su edad y fragilidad sombría, y en su afición por los rompecabezas y los hombres jóvenes y hermosos pero, sobre todo, cercanos. Involuntariamente cercanos. Tanto como para contemplar uno y cada uno de sus pequeños vellos hirsutos y para que el más mínimo y efímero contacto roce y rasgue sus sentidos. Agazapado en su soledad, El Viejo ha permanecido lejos de cualquier vínculo significativo con el otro; se protege del mundo que lo oprime y lo persigue como si se tratara de su propia sombra.
Una figura misteriosa detrás de sus pasos. Agobiado por la indiferencia y velocidad de la vida moderna, El Viejo descubrirá que ser uranista tiene un precio: vivir aislado, ajeno a aquel pulso vital y crepitante
de aquello a lo que tanto teme.