Eva Luna

—¿Te tocas el cuerpo con las manos?
—Sí…
—¿A menudo, hija?
—Todos los días.
—¡Todos los días! ¿Cuántas veces?
—No llevo la cuenta… muchas veces…
—¡Esa es una ofensa gravísima a los ojos de Dios!
—No sabía, padre. ¿Y si me pongo guantes, también es pecado?
—¡Guantes! ¡Pero qué dices, insensata! ¿Te burlas de mí?
—No, no… murmuré aterrada, calculando que de todos modos sería bien difícil lavarme la cara, cepillarme los dientes o rascarme con guantes.
—Promete que no volverás a hacer eso. La pureza y la inocencia son las mejores virtudes de una niña. Rezarás quinientas Ave Marías de penitencia para que Dios te perdone.
—No puedo, padre, contesté porque sabía contar sólo hasta veinte.
—¡Cómo que no puedes! —rugió el sacerdote y una lluvia de saliva atravesó el confesionario y me cayó encima.

La muerte no existe, hija. La gente sólo se muere cuando la olvidan, me explicó mi madre poco antes de partir. Si puedes recordarme, siempre estaré contigo.

Las palabras son gratis, decía y se las apropiaba, todas eran suyas.

Esa es la Santísima Virgen María —le explicaron.
—¿Ella es Dios?
—No, es la madre de Dios.
—Sí, pero ¿quién manda más en el cielo, Dios o su mamá?

—Esa es la Santísima Virgen María —le explicaron.

—¿Ella es Dios?

—No, es la madre de Dios.

—Sí, pero ¿quién manda más en el cielo, Dios o su mamá?

Entonces un vacío inclemente ocupó todo el espacio a mi alrededor.

—La muerte no existe, hija. La gente sólo se muere cuando la olvidan —me explicó mi madre poco antes de partir—. Si puedes recordarme, siempre estaré contigo.

Luego me tomó de la mano y con los ojos me fue diciendo cuánto me quería, hasta que la mirada se le tornó de niebla y la vida se le desprendió sin ruido.

Rolf Carlé resultó observador, orgulloso y tenaz, con cierta inclinación romántica que lo abochornaba como un signo de debilidad. En esa época de exaltación guerrera, él jugaba con sus compañeros a las trincheras y a los aviones derribados, pero en secreto se conmovía con los brotes de cada primavera, las flores en el verano, el oro del otoño y la triste blancura del invierno.

es Dios?

—No, es la madre de Dios.

—Sí pero ¿quién manda más en el cielo, Dios o su mamá?

—Calla, insensata, calla y reza. Pídele al Señor que te ilumine —le aconsejaban.