Las voces de los dos protagonistas se alternan capítulo a capítulo en Pegame que me gusta para narrar el desasosiego de una generación posdictadura que quedó abandonada a su suerte, un estilo de vida en los márgenes del sistema y una lucha constante para que la pobreza no se vuelva paradigmática. Laura quiere retomar la danza y conectar con su juventud de performances callejeras y «acciones anticapitalistas», mientras trabaja en una fábrica, espera su primer hijo y vive con una suerte de artista conceptual que como tantos jóvenes ve en un pasaje de avión el único escape posible a una asfixiante Montevideo de principios de los 90. El Pato, a su vez, quiere hacer cine, pero anda errante cargando un televisor que se llevó de su casa y una bolsa de mercadería para vender en la calle.
En esta novela —que trasciende largamente su contexto generacional— no hay imposturas: los personajes, de carne y hueso, habitan una ficción tan viva que suda por cientos de poros abiertos. Cargan con unos cuerpos maltratados y exhaustos sin saber dónde ponerlos, porque parecen destinados a no encontrar un lugar o porque la vida que quieren estará siempre en otro sitio, en otro momento.