Las historias no se inventan, son. A partir de esta convención tácita y esta convicción cardíaca, la primera novela de Edgardo Cozarinsky encuentra e inaugura los puntos cardinales de una intriga apasionante, apasionada. Las confluencias definen un sistema único al que asisten con puntual decisión un suburbio parisiense, una casa mala de Tres Arroyos o de Ingeniero White, noches escotadísimas donde una pareja dibuja las figuras inconfundibles del arquetipo en la taconeante y angosta travesía inicial del tango.
Como si convergieran las ficciones de escritores tan caros a la tradición novelesca centroeuropea como Joseph Roth y Leo Perutz y los barrios de los primeros poemas de Borges, El rufián moldavo celebra una ceremonia que los lectores argentinos reconocemos y agradecemos, que acrecienta en sedentarios y nómadas una especie de áspera nostalgia reconocible en la violenta intemperie del exilio o del exilio interior. Como bagaje de un oficio cuyo ejercicio de observación resulta incesante –cineasta, cronista, narrador–, esta novela nos premia con imágenes y escenas que incorporamos sin ambages a la memoria personal.
¿Llega el olor del mar a Tres Arroyos? Ninguna de las preguntas que El rufián moldavo plantea es meramente retórica ni decorativa; cada respuesta, diseminada y diversa, proporciona una razón esencial. La serena, sobria prosa narrativa de este libro inconmensurable nos arroja como propios y pertenecientes a la memoria de cada uno la certidumbre de Alberto Tabbia que es el epígrafe, el exergo proverbial de la novela: «Para hablar con los vivos necesito palabras que los muertos me enseñaron».