Al final, Lea me invitó a cenar al día siguiente y, aunque no me apetecía, acepté: es terrible el cerco del día vacío, cuando la noche te aprieta el cuello como una soga.
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ara Mario —me estremecí— yo nunca había sido Olga. Los sentidos, el sentido de la vida de Olga —lo comprendí de repente—, habían sido solo un error del final de la adolescencia, una ilusión mía de estabilidad.
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quería decir que lo que temía desde niña —crecer y convertirme en una pobrecilla, ese era el miedo que había incubado durante tres décadas— no había ocurrido.
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por otra parte, vigilaba con desesperación las obligaciones que la responsabilidad me imponía
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estaba inmersa en una sensación de labilidad a la que reaccionaba con un violento y trabajoso autocontrol.
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No es que antes Mario hiciese mucho por ayudarme, pues siempre estaba agobiado de trabajo, pero su presencia, o mejor dicho su ausencia, que no obstante podía transformarse en presencia siempre que fuese preciso, me proporcionaba seguridad
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cambio, me retumbaban en la cabeza todas las quejas que tenía guardadas;
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Pero no lo hice con placer. Estaba desganada, me corté con el abrelatas, se me escurrió de la mano la botella de vino, los cristales se esparcieron por la cocina y
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Quería descubrir su nueva naturaleza de pescado gris azulado, los granos de sal que debían de brillarle en los brazos y las piernas.
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Mi madre exclamó una vez: «Pobrecilla, se ha quedado seca como un arenque salado».