Nunca se había visto y nunca se había pensado que una mujer pudiera montar semejante putiferio en un tribunal. Y ella no era una de esas mujeres modernas o leídas, es decir, que habían estudiado, que tal vez se habían empleado en el ayuntamiento, que quizá habían empezado a fumar, o que habían salido a protestar con las banderas rojas para que sus propios compañeros les tocaran el culo. Era como las mujeres que tenían en casa, deformadas por los embarazos, embrutecidas por amor, agradecidas por los cuernos que las libraban de otras fatigas, sordas a todo rumor que no fuese un llanto o un vaso roto. Si nuestras mujeres hicieran como esta, nos destruirían a todos, murmuraban inquietos en el bar.