La comida es lo menos soportable de este país, esa ridícula racionalidad con que emulan las cocinas étnicas de todos los países me hace vomitar cada vez que me aproximo a los dispensarios de comida preparada o paso por delante de algún restaurante. Y el modo puritano en que la luz, como un imperativo divino (¡Levántate y trabaja, vago!), entra a ráfagas por las ventanas sin persianas desde el amanecer. Suelo estar despierto a esa hora en esta primera semana, para mi desgracia, y doy fe de su apoteósica voluntad de sacudirme la pereza del cuerpo. En todo caso, desde que estoy en este país, mi sentido del olfato y mi sentido del gusto parecen afectados, lo que no ayuda nada a apreciar la calidad de la oferta alimenticia.