El argumento de Churchill se apoyaba en una imagen idealizada del pueblo como supremo origen de la autoridad política. Dijo que la democracia era un sistema en el que las opiniones populares expresadas como opinión pública eran tomadas en serio por los representantes, que trabajaban a través de instituciones que vigilaban a los gobiernos y los obligaban a reconsiderar y abandonar las legislaciones insensatas. La democracia era el “gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo”, pero era más que eso, agregó enseguida. Era “un sistema de derechos balanceados y autoridad dividida, con muchas otras personas y cuerpos organizados que deben tomarse en consideración aparte del gobierno vigente y los funcionarios que emplea”. Y entonces Churchill, aunque frágil por la enfermedad, se preparó para concluir:
En este mundo de pecado e infortunio se han probado y se probarán muchas formas de gobierno —graznó—. Nadie pretende que la democracia sea perfecta ni omnisciente —hizo una pausa—. De hecho, se ha dicho que la democracia es la peor forma de gobierno que se haya concebido para las sociedades, excepto por todas las demás formas de gobierno que se han probado; pero en nuestro país se tiene la sensación de que el pueblo debe gobernar, gobernar continuamente, y de que la opinión pública, expresada por todos los medios constitucionales, debe dar forma, guiar y controlar las acciones de los ministerios, que son sus siervos y no sus amos.
Las palabras de Churchill pronto serían famosas en todo el mundo, y con toda razón, considerando que pregonaban no sólo el espíritu de resiliencia de la democracia atrapado en una difícil situación, sino el rebote de sus ideales e instituciones hacia un nuevo tipo de democracia que todavía hoy no tiene nombre propio.