Desde el inicio, un camarógrafo se encargó de seguir a los ocho acusados. Filmó sus cuerpos desnudos, mientras se cambiaban de ropas; filmó sus gestos de miedo, dignidad o espanto; filmó sus miradas altivas o dolorosas; filmó las cicatrices de la tortura que habían soportado durante las dos semanas anteriores; filmó sus tropiezos a lo largo del pasillo; y también filmó su ingreso, a través del pesado velo negro que los separaba de la muerte, hacia el patíbulo. Cada uno de sus movimientos fue registrado, con precisión milimétrica, por orden expresa del Führer, quien desde luego no iba a concederles el privilegio de asistir a sus ejecuciones, pero que sí quería mirarlas en privado una vez que éstas se hubiesen producido.