Lee miró las manos delgadas, los hermosos ojos de color violeta, el rubor de excitación en la cara de niño. Una mano imaginaria se proyectó con tanta fuerza que costaba creer que Allerton no sintiera la caricia de unos dedos de ectoplasma en la oreja, el roce de unos ilusorios pulgares alisándole las cejas, apartándole el pelo de la cara. Ahora las manos de Lee recorrían las costillas, el estómago. Lee sentía la punzada del deseo en los pulmones. Tenía la boca entreabierta, mostrando los dientes mientras ensayaba el gruñido de un animal perplejo. Se relamió los labios.