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Fernando Escalante Gonzalbo

Ciudadanos imaginarios

El siglo XIX mexicano, visto de prisa y sin mucha atención, parece una comedia de equivocaciones, donde nada es lo que debería ser. Es un tiempo extraño y confuso donde las leyes se veneran más cuanto menos se cumplen, donde los demócratas arreglan elecciones, los militares hacen carrera por la indisciplina, los empresarios alimentan con gusto la inseguridad, y los patriotas buscan el camino de Veracruz para irse del país. La trama de ese enredo, sin embargo, tiene un orden. Y es ingenuo desestimarlo sólo porque no parece decente. Es un orden que, como otro cualquiera, depende de una serie de vínculos morales. Pero ocurre que no nos gusta, como no les gustaba a nuestros abuelos; y desde el siglo pasado vivimos acosados por el fantasma de la inmoralidad. A la moral bárbara de nuestra historia le hemos opuesto, por sistema y acaso por necesidad, una civilizada moraleja progresista. Sería penoso, a estas alturas, cambiar de valores; pero es posible, sin embargo, entender las razones y razonar las virtudes de nuestra inmoralidad.
515 бумажных страниц
Дата публикации оригинала
2022
Год выхода издания
2022
Издательство
El Colegio de México
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Цитаты

  • Adal Cortezцитируетв прошлом году
    Nunca hubo en México un orden cívico. Don Daniel Cosío Villegas quiso imaginar que durante la República Restaurada el país vivió, digamos, un paréntesis de legalidad y “juego limpio”; otros, tras sus pasos, han hecho de la fantasía casi un mito.
    Por diez años —escribe Enrique Krauze— bajo las presidencias de Benito Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada, México ensayó una vida política a la altura de los países avanzados de Europa o Estados Unidos. No había partidos sino facciones dentro del grupo liberal, pero existía una verdadera división de poderes, un respeto fanático —¿y qué otro cabe?— por la ley, soberanía plena de los estados, elecciones sin sombra de fraude, magistrados independientes, y una absoluta libertad de opinión que se traducía, hasta en los más remotos pueblos del país, en una prensa ágil, inteligente y combativa. Los hombres amaban la libertad política.6

    Los estudios recientes no parecen justificar un optimismo así. Juárez sabía usar la Ley, pero también la ilegalidad. Y usaba de ambas, por ejemplo, para perseguir a los gobernadores que no le eran fieles —León Guzmán, por ejemplo— y poner en su lugar a los miembros de su red. También usaba de ambas para fabricarse elecciones seguras, para mover a su favor la “opinión pública” y todo lo demás.7
    No era cosa muy grave, porque más que la libertad política se amaban entonces otras cosas. Y la maquinaria juarista consiguió algo mucho más importante: la estabilidad.
  • Adal Cortezцитируетв прошлом году
    En la autoridad pública se veía, antes que otra cosa, una oportunidad para hacer dinero con facilidad. Otra vez, si hacemos caso de quienes escribían entonces, la experiencia confirmaba el prejuicio con una tediosa monotonía; ahora es Guillermo Prieto:
    Es cómico el empleado destituido de una de las aduanas del Pacífico, llorándose pobre, atribuyendo su lanzamiento a su integridad inflexible, furioso contra el gobierno que lo ha arruinado y, sin embargo, contando las horas en un reloj de Lozada soberbio, mientras reberberan en sus dedos los diamantes y en su pecho los cabestrillos de oro.
  • Adal Cortezцитируетв прошлом году
    Ya bien entrado este siglo, José Rubén Romero escribía: “Para el rico, toda cosa que huela a gobierno es desagradable: las contribuciones son un robo, toda ordenanza una equivocación, todo funcionario un bandido y, cuando no, un tonto brotado de la nada”.1

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