Nunca hubo en México un orden cívico. Don Daniel Cosío Villegas quiso imaginar que durante la República Restaurada el país vivió, digamos, un paréntesis de legalidad y “juego limpio”; otros, tras sus pasos, han hecho de la fantasía casi un mito.
Por diez años —escribe Enrique Krauze— bajo las presidencias de Benito Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada, México ensayó una vida política a la altura de los países avanzados de Europa o Estados Unidos. No había partidos sino facciones dentro del grupo liberal, pero existía una verdadera división de poderes, un respeto fanático —¿y qué otro cabe?— por la ley, soberanía plena de los estados, elecciones sin sombra de fraude, magistrados independientes, y una absoluta libertad de opinión que se traducía, hasta en los más remotos pueblos del país, en una prensa ágil, inteligente y combativa. Los hombres amaban la libertad política.6
Los estudios recientes no parecen justificar un optimismo así. Juárez sabía usar la Ley, pero también la ilegalidad. Y usaba de ambas, por ejemplo, para perseguir a los gobernadores que no le eran fieles —León Guzmán, por ejemplo— y poner en su lugar a los miembros de su red. También usaba de ambas para fabricarse elecciones seguras, para mover a su favor la “opinión pública” y todo lo demás.7
No era cosa muy grave, porque más que la libertad política se amaban entonces otras cosas. Y la maquinaria juarista consiguió algo mucho más importante: la estabilidad.