En un apartamento de Bruselas, frente a la parada del tranvía, hay una mujer que acaba de perder a su marido. No tiene apetito. Fuma en el baño. Sus hijas viven lejos. A menudo habla por teléfono. Hace tiempo, el amor de sus seres queridos le calentaba los huesos.
Este es el monólogo crudo y dulce de una mujer herida —la madre de Chantal Akerman, figura clave en la vida y la obra de la autora, quien salió viva de Auschwitz con quince años—. Un murmullo atropellado en el que se dice todo aun cuando parece no decirse nada. Las frases se hilvanan y la narración de la madre se vuelve la de su hija, como si esta se hallase cosida a su progenitora.
Una familia en Bruselas es un relato sobre el duelo, la soledad, la memoria. Chantal Akerman, pionera del cine experimental y feminista europeo, hace aquí, como en sus películas, un elogio a lo cotidiano en el que lo dramático y lo mundano se confunden. Porque, como recuerda la autora, «No hay nada que decir, decía mi madre, y es sobre esa nada sobre la que yo trabajo».
El texto, que recuerda por su estilo obsesivo a El amante de Marguerite Duras, trasciende la experiencia personal en favor de una honda reflexión sobre la pérdida y la unidad familiar.