Podemos intentar convencernos de que recordar es un acto inofensivo, como buscar en un archivo: localizar la información y llevarla al mostrador del presente.
Sin embargo, cualquiera que se haya visto zarandeado en mitad de la calle por un aroma dolorosamente familiar sabe que hacer memoria es, también y sobre todo, una sacudida física, un asalto, una posesión infernal. La memoria no puede perderse a voluntad. La memoria vive en el cuerpo de quien la lleva consigo, ya lo haga con orgullo o con vergüenza. Lo que no se olvida, no se olvida. Y esto es válido para la memoria privada y para la memoria colectiva, si es que tal distinción tiene sentido.
En «Ya casi no me acuerdo», no lo tiene. En estos trece relatos viven el recuerdo de un amor no correspondido y el del superviviente de un campo de concentración, los ecos de las torturas franquistas y el de un perverso juego de infancia, el rostro borroso de un familiar fallecido hace décadas y el de un manifestante en la primera marcha LGTBIQ+. ¿Memoria histórica? Puede. ¿Pequeños traumas íntimos? Quizá. Lo personal y lo político se trenzan: cada proceso colectivo lleva consigo miles de recuerdos privados, y viceversa.
Si estos relatos pudieran elegir ser otra cosa, elegirían ser fantasmas. Fantasmas tenebrosos y constantes, fantasmas que nos visitan por la noche y nos obligan a aceptar que no, que no hemos olvidado. Que quizá no queremos olvidar.