Londres, 1899. Peter Winceworth, lexicógrafo de profesión, anda enfrascado en pulir la definición de las palabras que comienzan por la letra S para el Diccionario Enciclopédico Swansby. Tarea peliaguda donde las haya teniendo en cuenta que desde niño, quién sabe por qué, tal vez por tedio o por llevar la contraria, Winceworth finge que cecea, y últimamente no puede reprimir el impulso, de cuando en cuando, de colar en el diccionario la definición más precisa posible de una palabra que acaba de inventarse. Aunque ahora que ha conocido a la bella e inaprensible Sophia, no parece que vaya a volver a aburrirse por un tiempo.
Londres, en la actualidad. Mallory es la apocada becaria de Swansby, editorial a la que adjetivar de «venida a menos» es quedarse francamente corto. Las dos tareas que David Swansby le ha endilgado a Mallory en el desierto edificio en el que trabajan son: desenmascarar las «entradas ficticias» desperdigadas en el diccionario (pero ¿quién, cuándo, por qué están ahí esas palabras de mentira?) y contestar las llamadas telefónicas de un sujeto anónimo (pero ¿quién, cómo, por qué ese tipo desea que ardan todos en el infierno?). Por suerte para Mallory, tiene en su vida a Pip, que no piensa permitir que nada malo le ocurra.
A medida que sus historias avanzan, entretejiéndose a más de un siglo de distancia, Winceworth y Mallory vivirán sendas historias de amor, se verán obligados a convivir consigo mismos y, en definitiva, habrán de negociar las curvas de ese camino casi siempre sin sentido, poco fiable, repleto de engaños y tan difícil de definir al que llamamos «vida». Divertidísima primera novela de una autora deslumbrante, El diccionario del mentiroso es una celebración del rigor, la fragilidad y el absurdo del lenguaje y, ante todo, del goce que nos proporcionan las palabras.