ambición, de su afán de renombre, del agrado que los hombres sientan a no sientan por ellos. Deben someterse a concursos y elecciones, ganar dinero, tomar parte en competencias sin consideraciones de casta, familia, partido, ni diarios. Tienen la libertad de convertirse en triunfadores y en hombres ricos, y de ser odiados por los que fracasan, y viceversa. Con los alumnos de selección y futuros miembros de la Orden ocurre todo lo contrario. No «eligen» ninguna profesión. No creen poder juzgar sus talentos mejor que los maestros. Se dejan colocar dentro de la jerarquía del sistema en el lugar y en la función que eligen para ellos los superiores; a veces las cosas ocurren en forma opuesta, y las cualidades, las dotes o los defectos del alumno obligan al maestro a insertarlo aquí o allá. Pero en esta aparente falta de libertad, todo electas goza, después de su primer ciclo, de la libertad más amplia que pueda imaginarse. Mientras que el hombre de las profesiones «libres» debe someterse en la formación de su rama a un estudio limitado y estricto con exámenes también estrictos, el electas en cambio, apenas comienza a estudiar independientemente, goza de una libertad tan grande que muchos realizan durante toda su vida, por propia elección, los estudios más dispares y a menudo casi extravagantes, y nadie los molesta, si sus costumbres no degeneran