Trabajé como ayudante de un hombre que mataba vacas y perros enfermos, ¿sabes? Terneras que mugían de dolor de tan enfermas que estaban, con un mazo grande como sus cabezas.
–¡Calla, si no quieres que te pegue! –le grité, furioso–. No se lo expliques a nadie.
–Era algo muy sencillo, como verás –dijo, alerta por si lo atacaba–. Para no errar el golpe del mazo, sostenían a la ternera entre tres hombres. Y yo tenía que distraerla dándole agua o hierba.
Hice ademán de abalanzarme contra su garganta. Pero los ojos de Minami se habían llenado de lágrimas. Me quedé quieto, jadeando.
–Lo hice, ¿comprendes? –Se secó las lágrimas con el dorso de la mano–. De verdad.
–¿Y eso que tiene que ver con que nos hayan dejado aislados? Ninguno de nosotros está enfermo –repliqué.
–No sé cómo decirlo. –Minami estaba nervioso–. Me acordé de cuando matábamos a las terneras. Me acordé de repente.
Yo también estaba a punto de caer en la triste exasperación que lo embargaba. Ya no podía contener el temblor de mis labios, y no me temblaban sólo de rabia.
–Pero ¿qué podemos hacer? –dije–. ¡Deja de lloriquear! Estamos atrapados. ¿Qué podemos hacer?
Mi hermano y los demás nos alcanzaron. Minami y yo nos miramos a los ojos como si nunca hubiéramos discutido.