La verdad es que la quería y a la vez le tenía mucha envidia. Y no era solo por su carrera. Yo era una mujer ordinaria: clase media, estatura media, cabello negro y lacio, cuerpo y facciones de mestiza mexicana promedio –con el agregado de mi cara redonda, que siempre odié, heredada de mi madre y de un millón de tías y abuelas, y mi timidez invencible–, mientras que Sandra es alta, esbelta, no precisamente bonita pero sí de cabello claro, de cierto dinero –supongo que no nos hubiera hablado siquiera de haber sido de mucho dinero–, desenvuelta y segura y, sobre todo, piel blanca.