De jovencita, aprendes a no ofender a los extraños con tu rechazo. En particular a los hombres. A los extraños, pero tampoco a los jefes. Ni a los profesores, en sus tiempos de estudiante, durante lo que le había parecido una eternidad. Siempre sonriente y cordial, porque eras una chica guapa, sí, pero si dices lo que no toca o no sonríes con la vivacidad que se espera, un hombre puede volverse muy desagradable, y rápidamente.