Clifford le hizo algún comentario sobre Racine. Ella se dio cuenta del sentido un momento más tarde.
—¡Sí! ¡Sí! —dijo, levantando la mirada hacia él—. ¡Es espléndido!
De nuevo se sintió atemorizado por el encendido color azul de sus ojos y su callada tranquilidad sentada allí. Nunca había sido tan dulce y tan callada. Le fascinaba sin poderlo remediar, como si algún perfume que emanara de ella le hubiera intoxicado. Así continuó inútilmente su lectura, y para ella el sonido gutural del francés era como el viento azotando las chimeneas. De Racine no escuchó ni una sílaba.
Estaba ausente en su mesurado ensimismamiento, como un bosque suspirando con el susurro apagado y feliz de la primavera que presiente los nuevos brotes. Y podía presentir al hombre compartiendo su mundo, el hombre innominado, caminando sobre hermosos pies, con la belleza del misterio fálico. Y en ella misma, en todas sus venas, le sentía a él y a su niño. Su niño se expandía por todos sus vasos como la luz del crepúsculo.
«Sin manos ella, ni ojos, ni pies, ni el dorado tesoro del cabello....
Era ella como un bosque, como la oscura red de las ramas del roble, con un susurro inaudible de miles de yemas brotando. Y mientras tanto los pájaros del deseo dormían en la vasta maraña del laberinto de su cuerpo.
Pero la voz de Clifford continuaba chasqueando y paladeando extraños sonidos. ¡Tan fuera de lo corriente! ¡Y algo tan fuera de lo corriente parecía también él mismo, inclinado sobre el libro, raro, rapaz y civilizado, ancho de hombros y falto de piernas! ¡Qué criatura tan extraña, con la voluntad cortante, fría e inflexible de un ave, pero sin calor, falto-'de calor en absoluto! Una de esas criaturas del futuro, sin alma, pero con una voluntad fría y extraordinariamente alerta. Se estremeció ligeramente, asustada de él. Pero luego la llama cálida y suave de la vida fue más fuerte que él y le ocultaba las cosas reales.