En efecto, como la primera magia somete y subyuga al hombre a las potencias malignas, así la segunda lo vuelve amo y señor de ellas. En resumen, la primera no puede reivindicar para sí misma el nombre de arte ni el de ciencia; la segunda, llena de altísimos misterios, abraza la más profunda contemplación de las cosas más secretas y, en último lugar, el conocimiento de toda la naturaleza. La segunda, como llamando de nuevo a la luz a las virtudes esparcidas desde sus oscuros recintos y diseminadas aquí y allá en el mundo por la gracia de Dios, no tanto hace milagros, cuanto asiste con premura a la naturaleza que los hace; asimismo, después de haber indagado íntimamente y más a fondo la armonía del universo, que los griegos en forma más expresiva llaman simpátheia, y de haber observado la mutua cognición que las cosas naturales tienen entre sí, utilizando para cada cosa alicientes inherentes y propios, que son llamados íynges de los magos, lleva a la luz, como si fuera su propio artífice, los milagros ocultos en los penetrales del mundo, en el seno de la naturaleza, y en las arcas y en los misterios de Dios y, como el campesino injerta olmos a las vides, así el mago une la tierra al cielo, o sea, las cosas inferiores a las cualidades y a las virtudes de las superiores.